Sunday, August 05, 2007

Una apología del fiasco narrativo, a propósito de Faniang Gatee

En un momento dado, Rod Faniang Gatee se queda sólo en el mundo, pierde a su familia en una tragedia y ya sólo tiene por delante una carrera de escritor medianamente reconocido y nada más. Lo ahoga entonces -como corresponde-, una crisis creativa consecuencia de una depresión fulminante con marejada de psicofármacos y todo. Después de estar así unos años, sin escribir nada, señalado por todos sus colegas como el pobre muchacho que prometía pero fue barrenado por la tragedia, un amigo le regala un billete para un crucero por las islas del Pacífico sur. A raíz de ese viaje, a su vuelta escribe la novela de “Fuegos en el terraplén” que resulta un éxito inesperado de ventas. La repercusión pública es tan grande que, con guión basado en “Fuegos…” se filma el largometraje “El incidente Horrimore”, un thriller trepidante con William Dafoe en el papel del coronel Orwellson, que rompe récords de taquilla y encumbra tanto al propio Faniang como al joven productor, Ramiro Molnar. Pero Faniang no tenía ya la ambición de celebridad propia de la condición de escritor, por lo que no estaba nada contento con su repentino éxito. En realidad, el éxito le llegó cuando la desgracia ya lo había vetado, cuando ya se cagaba en todo.
Huye entonces de los actos promocionales, los flashes y las entrevistas partiendo en otro crucero, esta vez por el Caribe. A la vuelta, dos semanas después, da una entrevista exclusiva a la televisión pública en la que cuenta que en la playa de Akumal, en el Yucatán mexicano, vivió una experiencia inhumanamente violenta. El pequeño pueblo estaba empezando a expandirse sumando a las exóticas y bohemias cabañas con suelo de arena, el gigantesco resort Akumal Beach, con capacidad para mil huéspedes que recibía promocionalmente de forma gratuita durante tres días a los viajeros de los numerosos cruceros que pasaban por la zona. Ya en el primer día de su estadía en Akumal, Faniang conoce a un norteamericano que vive en una de las cabañas y se dedica a la fotografía acuática, concretamente a la de cuevas y galerías subterráneas de gran profundidad submarina. Para ganarse la vida, el norteamericano hace de guía en expediciones submarinas para turistas. “En una de esas expediciones fui testigo de algo terrible, inhumano… De eso intentaré hablar en el libro que ahora mismo me encierro a escribir” -anuncia Faniang y ya no da ni una pista más hasta la publicación dos años más tarde de “Remolino”. Se trata esta vez de una novela de misterio y terror minuciosamente construida para que el lector llegue a la última línea desesperado por conocer la resolución de la intriga. Pero el final que ofrece Faniang es un final abierto, o un no-final; un final que pide continuarse en otra obra. La novela tiene menos éxito que “Fuegos…” pero encumbra a Faniang en el ámbito de la crítica especializada.
A pesar de su espantosa incapacidad para disfrutarlo, el éxito profesional persigue a Faniang en todos los estratos posibles: además de los críticos más pedantes, Faniang tiene a una buena parte de la industria cinematográfica al acecho y finalmente la realización de la versión audiovisual de “Remolino” se hace inevitable a pesar del huraño creador. La película, (titulada obviamente “Remolino”) se centra más en el género de terror metafísico al que podría adscribirse la novela que en su extraño carácter de fábula moral pesimista (o de paradigma del pesimismo moral). El papel protagónico del buzo yankee es interpretado por el debutante y desconocido en Norteamérica Guillermo Andino.
A todo esto, Faniang no sale de su depresión y rechaza toda invitación a participar como gran invitado de honor en los congresos que ya se empiezan a organizar en torno a su obra. Durante casi dieciséis años Faniang guarda silencio y no acude nunca a recoger los premios que su obra va cosechando. Sólo en el verano de su cumpleaños de 70 parte repentinamente a un crucero por Escandinavia. A su vuelta, se encierra a escribir sin conceder esta vez entrevista alguna sobre el tema de su próxima obra. El editor al principio se desespera por convencer a Faniang de realizar al menos una entrevista misteriosa que genere tanta expectación como lo hizo en su momento “Remolino”. Pero según fracasa y fracasa frente al testarudo escritor -al que sólo le importa en ese momento escribir y se niega a cualquier interrupción sea para entrevistas o para lo que sea-, se da cuenta que el silencio absoluto, en esta ocasión está resultando un arma promocional aún más acerada que una entrevista televisada. Todo el mundo espera la obra que cerraría lo que ya se conoce en toda la República de las letras como la “trilogía de los cruceros”.
No obstante, casi cuatro años después de haber vuelto del crucero escandinavo, Faniang es encontrado sin vida colgado de la ducha de su estudio. Ha dejado una carta en la que nada explica sobre su suicidio. En la misiva, la principal preocupación de Faniang es aclarar bien el destino de los diarios del viaje a Escandinavia que ha dejado escritos. Ocupan 230 folios en los que cuenta en primera persona lo sucedido durante el tercer y último crucero de su vida. Se supone que este relato daría un sentido definitivo al extraño final de “Remolino”. Faniang no quiere que se publiquen. Pero tampoco quiere que se destruyan; al menos no directamente. Quiere que se le encargue a Basilio Faniang Gatee (hijo que tuvo durante su viaje al Pacífico sin que nadie lo hubiera sabido nunca en América) la escritura de una novela basada en los diarios a los que nadie más que el vástago tendría acceso. Previendo el ansia de sus editores por hacerse con el manuscrito para que lo reescriba un escribidor profesional de best sellers y así sacarle la mayor rentabilidad posible a su obra, Faniang es extremadamente riguroso y enfático para explicar la primordialidad -sobre todo otro asunto de su herencia- de la cuestión del acceso exclusivo a los diarios por parte de su hijo Basilio.
Pero, durante la lectura, relectura y toma de notas para la redacción de la novela, el joven Basilio tiene un brote psicótico, se amputa el pene e incendia los diarios. Pasará el resto de su vida en un asilo de lujo para enfermos psiquiátricos pudientes.
Se abre entonces un largo período de especulaciones sobre los sucesos del viaje a Escandinavia; las distintas hipótesis sobre el viaje llegan casi a constituir un subgénero propio. Al punto de que a día de hoy, ya con algo de distancia surge más de un detractor que sostiene que estas leyendas contribuyeron mucho más a mantener y aumentar póstumamente las exorbitantes cifras de venta de sus dos últimas novelas que su calidad literaria intrínseca. Muchos de estos críticos insidiosos apuntan a que en realidad el escritor se había convertido sin querer en un inútil para la resolución, un condenado al fiasco narrativo. Desde ese punto de vista, la falta de cierre de la trilogía, -tomada por mera consecuencia de las limitaciones literarias del escritor-, era en definitiva lo que la había hecho tan atractiva para el público. La poca destreza de Faniang como narrador estaba, según estos detractores, totalmente disfrazada para la mirada del público con los ropajes épicos del drama personal de un genio. Pero más allá todavía de esta visión de Faniang como un torpe, cuya torpeza resultó el mejor seguro de una fama póstuma, últimamente (en el reciente pero ya célebre artículo de Guerrero, por ejemplo) se ha llegado también a insinuar una teoría conspirativa según la cuál nada habría sido casual, sino un plan de promoción perfectamente urdido por Faniang como si de un publicista de su propia obra se tratara. Ante la incapacidad para completar el final de su segunda obra, “Remolinos”, con una tercera y última parte de la trilogía, luego de 16 años, Faniang habría decidido fingir un suicidio y retirarse en una isla, dejando una obra fantasma para la posteridad que generaría un gran revuelo alrededor de su persona y grandes ventas tanto de “Fuegos…”, como de “Remolinos”. Pero ¿Y la locura de su hijo? Estaba diagnosticada desde años atrás: psicosis piromaníaca, pero sólo el escritor lo sabía. De este modo, la entrega de los diarios al hijo era una manera pirotécnica (nunca mejor dicho) de hacerlos desaparecer: era obvio que el joven Basilio no podría evitar quemarlos. Por supuesto, siguiendo esta hipótesis que aplica Guerrero, lo más probable es que no hubiese en realidad tales diarios, sino unos folios con cualquier cosa sin importancia impresa encima, destinados a la morbosa hoguera.
Ahora bien, si estas retorcidas acusaciones fueran verdaderas, ¿no estaríamos también ante un genio? No simplemente un inútil para la resolución, sino un genio de la irresolución. ¿Acaso no es la irresolución también un momento creado por el artista, del mismo modo que lo es la resolución? ¿Y qué importa que al final nada se defina, si se ha sido capaz de mantener la atención del lector hasta la última línea?

2 Comments:

Blogger Xacinto said...

Formalmente perfecto.
Bolaño demasiado presente.
Y más Joyce que Proust.

12:16 PM  
Blogger celina said...

s u b l i m e

10:44 AM  

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