Oda al poeta
No nos mientas más poeta. Sólo sueñan los que son capaces de dormir. No lo intentes conmigo, porque sé que para ver las flores al atardecer debe haber flores y ojos y atardecer; pero ¿tú? Tu no eres necesario, tu no eres ni las flores ni los ojos ni el atardecer; podemos prescindir de ti, poeta.
No sigas embaucando poeta. No sigas, que la sublimidad de tu arte es rancia, no nos engañas más, ya sabemos que tu oficio es la estafa: haces que los pechos parezcan montañas y lo ríos serpientes, pero sabemos que las serpientes son venenosas y que las montañas sólo esconden soledad, sabemos, en fin, poeta, que lo único verdadero en ti es la mentira.
No te disfraces más. Las cajas no rezuman. Y tu poeta, eres gordo y sudoroso, y tus manos...aunque las hayas entrenado con compulsión de fanático para que escriban letras finas para palabras flexibles de versos siempre “ágiles” y “sugerentes” (seguro que tu dirías “ágiles como delfines” y “sugerentes como nubes”), a pesar de tanto esmero tus manos son fofas, poeta.
Eres gordo y sudoroso dijimos porque así es: eres gordo y sudoroso y te escondes tras tu sudado anhelo de virtud como un elefante detrás de un moco. Vives para esconderte, rufián, cobarde. Huyes todo el tiempo hacia la belleza, porque eres feo y flácido, gordo y débil. Sabemos poeta, que mientras nos hablas de los almendrados ojos de tu amada te rascas el ojete y que cada vez que crees que te ha salido un “buen verso” te masturbas para festejarlo.
Pero -¡ay!-, lo triste de este texto, poeta, no es tanto la indignidad de tu condición como la vanidad de mis denuncias. Lo verdaderamente triste es ver cómo al final los dos fracasamos igual. Ni tú con tu cháchara en verso consigues refugiarte de la fealdad ni yo con mis insultos en prosa consigo ocultar cuanto te admiro.
No sigas embaucando poeta. No sigas, que la sublimidad de tu arte es rancia, no nos engañas más, ya sabemos que tu oficio es la estafa: haces que los pechos parezcan montañas y lo ríos serpientes, pero sabemos que las serpientes son venenosas y que las montañas sólo esconden soledad, sabemos, en fin, poeta, que lo único verdadero en ti es la mentira.
No te disfraces más. Las cajas no rezuman. Y tu poeta, eres gordo y sudoroso, y tus manos...aunque las hayas entrenado con compulsión de fanático para que escriban letras finas para palabras flexibles de versos siempre “ágiles” y “sugerentes” (seguro que tu dirías “ágiles como delfines” y “sugerentes como nubes”), a pesar de tanto esmero tus manos son fofas, poeta.
Eres gordo y sudoroso dijimos porque así es: eres gordo y sudoroso y te escondes tras tu sudado anhelo de virtud como un elefante detrás de un moco. Vives para esconderte, rufián, cobarde. Huyes todo el tiempo hacia la belleza, porque eres feo y flácido, gordo y débil. Sabemos poeta, que mientras nos hablas de los almendrados ojos de tu amada te rascas el ojete y que cada vez que crees que te ha salido un “buen verso” te masturbas para festejarlo.
Pero -¡ay!-, lo triste de este texto, poeta, no es tanto la indignidad de tu condición como la vanidad de mis denuncias. Lo verdaderamente triste es ver cómo al final los dos fracasamos igual. Ni tú con tu cháchara en verso consigues refugiarte de la fealdad ni yo con mis insultos en prosa consigo ocultar cuanto te admiro.